viernes, 4 de febrero de 2011

El Depredador

A Antonio le dolía la cabeza, oía lejanos llantos de niños, estaba impaciente porque se acabaran esos trámites y protocolos que suponía entrar en un centro penitenciario como ahora lo llamaban eufemísticamente. Estaba entrando en la cárcel. Esposado como otros hombres. Cuando atravesó la puerta de hierro y entró en el recinto un vaho con fuerte olor a lejía se le metió en la nariz, los ojos le picaban, los niños lloraban. Acababan de fregar el suelo de sintasol raído y gastado por cientos de pisadas que habían dejado huella y que ni la lejía podía mejorar. Tenía que ir al váter, le estaban dando escalofríos y sudaba. Se lo dijo al guardia que lo acompañaba pero recibió un - aguántate, luego irás y no se te ocurra mearte encima,  ¿eh? - La puerta se cerró tras ellos con un sonido seco y contundente. El llanto de un niño entró con él.
- Antonio Gómez Sanchiz.- oyó -  ¡pasa por aquí! A ver tío, extiende los dedos.
 Y así uno a uno fueron ennegreciendo por la tinta y apretados en unas fichas, le dieron un papel para que se los limpiara. A continuación, delante de una tablilla lo fotografiaron de perfil, de frente. Le empezaron a doler los hombros encogidos y contracturados por un peso no visible. Intentó relajarse pero fue inútil, su hombros seguían pesados, Como un autómata se dejó conducir a las duchas, donde otros reclusos vigilados siempre se reían a carcajadas. Estas se mezclaban con llantos infantiles. Antonio se preguntaba qué les haría reír en aquellas duchas mohosas de azulejos grises. Lo miraron, las risas continuaron, Antonio no quería oírlas, sonaban con siniestros ecos que se le metían en los oídos sin parar. Orinó en la ducha y se sintió aliviado. Las toallas, la ropa de la cama, olor a lejía, el reconocimiento médico, el uniforme gris, información sobre horarios, vaso de plástico, papel higiénico, olor a lejía, y sobre todo algo que sorprendió a Antonio, un folleto donde le informaban de que la estancia era ¡gratuita!. Antonio, ante tal ironía  vio cómo su desánimo aumentaba. Desde su celda veía un trozo de cielo cuadriculado por las rejas. También el cielo estaba gris como sus pensamientos, nebulosos como las paredes y el suelo. Sentado en la cama esperaba la hora de la cena, miraba sus manos, sus uñas comidas, empezó a tirar de un pequeño pellejo y lo arrancó hasta hacerse sangre, ese dolor calmó sus nervios. La puerta de su celda se abrió chirriante, Antonio levantó la vista, un presidiario y un carcelero entraron y cerraron la puerta con rapidez.
-Como digas una palabra te mato. Vas a recibir lo que mereces. Vas a probar de tu propia medicina. ¿Los niños lloraban? Tú aquí vas a llorar por todos ellos.
No supo quién le había hablado, pero poco importaba. Mientras uno lo sujetaba, el otro le arrancó violentamente los pantalones. algo caliente y duro le desgarraba el ano, contuvo el aliento, un gemido salió de su garganta, otro gemido, gemía mientras un líquido viscoso se escurría por sus piernas y mojaba el suelo, semen y sangre, olor a lejía, olor a podredumbre, a basura, a sudor. Se turnaban en una ronda macabra mientras Antonio se ahogaba en su propio vómito. Ya no sentía nada, ni veía mi oia, su cuerpo como un pelele, pero seguía oliendo a lejía, oliendo a lejía.
         Dieciocho años después.
- Antonio Gómez Sanchís.
- Sí, soy yo.
- Toma, estas son tus pertenencias, mira a ver si está todo.
Antonio miró el reloj, unas llaves, un mechero oxidado, una pequeña maleta, un cinturón y 256 Ptas. Firmó y esperó a que la puerta se abriera. Iba a dejar atrás las paredes opresivas, los olores, los llantos nocturnos de los reclusos, pero al otro lado ¿qué le esperaba? Arrastrando los pies salió alejándose sin prisa, le dolían los huesos, contaba los pasos siguiendo la costumbre de tantos años, uno, dos, tres, cuatro, cinco, y seguía oyendo "al Piraña" que todas las noches gritaba:
- ¡Mamá, mamá, te juro que no he sido malo, mamá, mamá!.
Uno, dos tres, cuatro, cinco.
Le habían dado también un sobre con los euros que había ganado en la lavandería. Cogió un taxi, mirando por el retrovisor el taxista preguntó:
- ¿Dónde vamos?
Antonio apretó los puños ¿Dónde iba? Con voz ronca contestó:
- Llévame a una pensión barata. 
- Son 15 € dormir y desayuno. La habitación no es lujosa pero está limpia como los chorros del oro que diría mi madre.
Aquella mujer. desgreñada lo llevó por un largo pasillo hasta un cuarto, las losas del suelo se balanceaban al pisarlas, una cama de hierro, una mesilla con quemazones de colillas, un lavabo y una banqueta. En la mesilla un vaso de duralex con unas flores de plástico que ponían un triste color al entorno. Aquí están las llaves, pago adelantado, no quiero mujeres ni escándalos. Antonio se asomó a la ventana que daba a un patio gris con chorretones negros de lluvias pasadas. Un olor espeso a comida se estaba colando en la habitación. Dejó la maleta en el suelo y salió a la calle. Durante unos segundos sintió miedo, gente que iba y venía apresurada, pitidos de algún coche, ruidos olvidados, el taconeo de una mujer, el acelerón de un coche, los había oído en la TV pero allí eran reales, estaban vivos. Entró en un bar con ojos blancos como el que se monta por primera vez en un avión o ve por primera vez el mar. Pidió un café y una ensaimada, y luego churros y un donut, ante la mirada perpleja del camarero que le comentó
- Hay hambre ¿eh?. 
Antonio no contestó, le pidió un bocadillo de jamón, de buen jamón envuelto para llevar. 
- ¿Cuánto se debe?.
- Once con setenta y cinco -
Sacó los euros y le dio un billete de 20. Todavía le resultaba raro asimilar el cambio de moneda. ¿Cuántas pesetas serían? Ni se molestó en hacer el cambio, Donde había estado las cosas se hacían porque sí, él había hecho todo lo que le habían pedido sin cuestionarlo. Salió y anduvo hasta que llegó a un parque, se sentó y deslió el bocadillo. El olor de pan crujiente y el jamón le llenaron la boca de saliva.
Una pelota llegó hasta sus pies y detrás un niño, la saliva se le escurría por las comisuras de la boca, dejó el bocadillo en el banco, cogió la pelota y le dijo al niño - Yo también quiero jugar - y la tiró detrás de un espeso seto entre los árboles.


María Cruz Quintana