viernes, 8 de abril de 2011

LA GUERRA

Ocurrió en un jardín repleto de naranjos. La guerra había terminado, se acabó el olor a pólvora pero a Eduardo se le había quedado impregnado en el alma el olor a crueldad, desatino, muerte y miseria. Se sentó en un banco y olió el azahar. Era un olor de mujer dulce y fresco, un olor olvidado así como también olvidado estaba el latido de una mujer acompañando a su propio latido.


A su lado, en el banco, Eduardo había dejado todas sus pertenencias: un hatillo y una maleta vieja y desvencijada. Dos días en un tren hasta llegar allí, a su pueblo. Retrasaba la llegada a su casa donde su padre lo esperaba. Su hermano mayor había muerto en la batalla de... ¡Dios! Ya ni recordaba dónde fue, qué batalla, pero eso no importaba, su hermano había muerto.


Tenía que seguir un rato más allí oliendo la flor de los naranjos antes de enfrentarse a las lágrimas de su padre. Hasta ese momento no se había apercibido de la presencia de unos niños jugando a las guerras, corrían, se escondían tras los árboles y se "disparaban" apuntándose con el dedo. Eduardo abrió su maleta e hizo una pelota con una toalla vieja y una cuerda. Se la tiró a los niños al tiempo que les decía:


Mirad aquí tenéis una pelota, no es de reglamento pero os a va servir para jugar a otra cosa.


Los niños entusiasmados se le acercaron, uno de ellos le dijo:


Estábamos jugando a soldados. ¿Usted es soldado?


Sí, bueno, he sido soldado.


¿Y por qué no lleva uniforme?


Eduardo recordó cómo en el tren había intercambiado su uniforme con un joven que le dio su chaqueta y los pantalones, algo cortos para él. Porque Eduardo necesitaba, anhelaba deshacerse de lo que durante tantos meses había sido su segunda piel, donde quedaban en los jirones de la tela las manchas pardas de su sangre y de otras, de otras sangres. Esas manchas habían endurecido la tela y le habían endurecido.


¿Usted es de los que han ganado o de los que han perdido?


Eduardo miró los ojos limpios del niño y prefirió no contestarle. ¿Cómo iba a decirle que todos habían perdido, que eso de que había que defenderse de ideas foráneas perversas era una patraña, que los poderes movían hilos de marionetas, que nada había más importante que las lágrimas de un padre, de un amigo, que detrás de una


guerra siempre había deseos subrepticios, detrás de la palabra justicia frecuentemente no había nada.


Volvió a oler el azahar de los naranjos y miró a los niños que jugaban a la pelota.


Una camioneta pasó por la plaza, con música militar y un megáfono desde donde se animaba a los lugareños a que salieran a la calle a celebrar que la guerra había terminado, que la victoria era irreversible. Los niños dejaron la pelota y corrieron detrás de los soldados jaleándolos.


Eduardo recogió su maleta y el hatillo y se dirigió a su casa. Al pasar por delante del ayuntamiento un soldado pegaba en la fachada un papel. La gente que momentos antes había desoído el llamamiento patriotero del megáfono salía ahora de sus casas. Parejas de ancianos, mujeres jóvenes con niños en sus brazos, hombres solos, mujeres solas se acercaban al Ayuntamiento, sin y con premura, como el que atraído por el espectáculo de un fuego se aproxima a él con miedo y prevención. Eduardo supuso que era la lista de los muertos o desaparecidos en la última batalla. Entre los que formaban ese séquito de temor y esperanza estaba su padre, encorvado, arrastrando los pies y seguido por un chucho callejero.


¡Padre!


Todos los hombres se volvieron hacia él y Eduardo vio sus caras, dejó la maleta en el suelo y abrió los brazos casi en cruz, sólo su padre se le acercaba pero él hubiera querido ser el hijo de todos y cada uno de ellos.



María Cruz Quintana 05/04/2011

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