sábado, 12 de marzo de 2011

Alameda de la Sal

Jamás le había sucedido una cosa semejante; eran ya como quince o veinte minutos los que llevaba dando vueltas con su automóvil, sin saber  hacia donde se dirigía. La salida del último pueblo por el que hubo pasado, no indicaba ninguna dirección de destino y ahora se encontraba perdido; estaba empezando a anochecer, amenazaba niebla cerrada; solamente pensaba en encontrar alguna señal que le ayudara a ver como poder orientarse; - una estación de servicio donde preguntar, una carretera general, algún cartel -. Pensó que en el peor de los casos, no llevaría más que veinte o treinta kilómetros, desde que abandono el desfiladero de Pancorbo, sin saber desde entonces, si se dirigía hacía Burgos, hacía  Vitoria o hacía  Santander. Se encontraba metido en un despropósito inesperado, que de alguna manera tendría que solventar.

Finalmente alcanzó a divisar unas luces a lo lejos, ¿De que pueblo se trataría? al llegar pudo ver que a la entrada, tampoco había ningún cartel con la indicación del  lugar  donde se encontraba.

Tras atravesar el  puente de piedra, sobre un pequeño río, se dirigió hacia el centro del pueblo, comenzó a deambular. Lo que primero atrajo su atención, fue que allí, no había ni un alma por la calle; todas las casas se encontraban cerradas a cal y canto. La iglesia también estaba cerrada con una enorme cancela que junto a una higuera, daban a la plaza. Una fuente de piedra de granito, resaltaba en el mismo centro con sendas cabezas de león talladas a la usanza granadina y dos caños en sus bocas, de donde salía el agua a borbotones. En su mente, de manera confusa, empezaron a aparecer, recuerdo tras recuerdo. El reloj de la iglesia, marcaba las ocho de la tarde, había oscurecido del todo y a pesar de la intensa niebla pudo apreciar que detrás de la iglesia estaba el viejo frontón y al fondo, la era,  enorme. Se dirigió hacia allí con su vehiculo para  aparcarlo, justo al lado.



No se atrevía a salir del coche, pero, finalmente lo hizo. Comenzó a andar por uno de los caminos que se dirigía hacia la chopera, al fondo, se vislumbraba una pequeña luz. Siguió unos cinco minutos más, recordó que por allí debía estar el matadero del pueblo, aunque tampoco había nadie,  sin embargo poco a poco todo le iba resultando familiar.

La ligera brisa del viento de otoño, sonaba sobre los álamos del rió; sintió miedo, en su desandar acelerado;  no le seguía nadie. Un sudor frío recorría sus sienes. No sabía bien hacia dónde dirigirse; estaba en el mismo centro y aquello no parecía ser demasiado grande. En un tan antiguo como barroco cartel de la plaza,  ponía “Bar-Restaurante “; llamó insistentemente pero nadie  contestó. Se acomodó en un banco que había en una especie de soportal, no sabiendo si permanecer allí hasta el día siguiente o salir corriendo por el camino por donde había venido; optó por lo primero, pero,  le pareció que en El Estanco, había una pequeña bombilla encendida, justo al otro lado de la plaza, desde donde alguien le estaba  observando.

Salió corriendo hacia la puerta de entrada; también estaba cerrada, comenzó a golpear con energía, aunque nuevamente, nadie salió a abrirle - ¿se habría convertido éste lugar en un pueblo fantasma? – se dijo.

La sensación iba pareciéndole cada vez más deprimente, empezó a caminar hacia la era, sin apenas luz, tras una espesa niebla, a lo lejos, se oían unos aullidos como de lobos, que a punto estuvieron de dejarle paralizado. Una vez junto al coche sacó las llaves de su bolsillo, se metió dentro, cerró todas las puertas y se quedó profundamente dormido.

El resplandor del sol de la mañana y el tañer de las campanas, le despertaron, en el cielo los buitres planeaban en un vaivén circular desde una cueva, hacia un castillo. Iban por docenas. Ya no tuvo ninguna duda, de donde se encontraba, se trataba del pueblo en que había pasado un verano, con sus tíos. Fue  durante su juventud primera, hacía ya más de cincuenta años y allí fue donde había conocido  su primer amor.

Arrancó su vehiculo, nervioso, pero algo más confiado, faltó  poco para que de la emoción, arrollara a un pequeño grupo de mujeres madrugadoras que venían del río con unas cantaras y cubos en la cabeza, donde se colocaban una especie de rollos de tela circulares para amortiguar los vaivenes de su contoneo; su configuración achaparrada, se podía pensar que era debido al peso de su caminar diario, a por el agua.

A diferencia, con el día anterior esta vez el pueblo si parecía tener vida y luz. El bar de la plaza estaba abierto y a pesar de lo temprano de la hora,  ya se encontraba bastante poblado, deseaba saber si aún andarían por ahí  el Sr. Párroco, la Sra. Tomasa, Epifanio (el de la calle por donde solían pasar las acémilas para la dula). Sin dudarlo más, entró a desayunar, los vecinos parecían encontrarse en sus quehaceres como si nada hubiera sucedido, acerca de “la visión fantasmagórica”  que parecía haber tenido,  durante la noche anterior. No le quedo más remedio que atribuirlo, a que todo se había tratado de una pesadilla durante alguna de sus cabezadillas en el automóvil, producto de su cansancio.

Al cabo de un pequeño rato en el local, se percató que estaba siendo observado por un parroquiano, desde el lado extremo de la barra, preguntó al  dueño del bar, si sabia de quien se trababa.

-Es Víctor el estanquero – le contestó con parquedad.
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CL110127AlamedadelaSal
Rafael Moreno Horcajada

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