lunes, 21 de marzo de 2011

LA FOTO

El hotel en que estaba instalado era lo mejor que quedaba en aquel pueblo polvoriento. Todavía no había amanecido pero Rafael ya estaba en pie. Sin encender la única bombilla que había en la habitación, con cautela miró por la ventana los fogonazos de los disparos que iluminaban de cuando en cuando una esquina donde un pequeño muro quedaba en pie. Porque aquel pueblo estaba prácticamente destruido, parecía un simulacro de la realidad, un escenario trágico. Rafael había llegado allí enviado por su periódico, nunca había querido cobijarse detrás de la mesa de un despacho o haciendo fotos de crónicas sociales. Él era periodista y fotógrafo de la realidad más descarnada, algunas de sus fotos habían dado la vuelta al mundo pero él siempre sentía un desgarro ante esas fotos de niños sin lágrimas, carentes de fuerzas y futuro.

Era su último día en esa ciudad, por la noche volvería a casa en un avión que transportaba a los soldados heridos. A casa, a casa, Rafael tenía muchas casas, en cada misión tenía una casa, pero mañana estaría en su casa donde la soledad melancólica no existía. Allí estaban Alicia y su pequeña hija. Habían pasado seis meses desde que se fue y estaba contento, muy contento de volver a abrazarlas, tenía nostalgia de ellas, del olor a café recién hecho y pan tostado que inundaba la casa por las mañanas. Tenía que desintoxicarse de los sonidos sordos de los disparos, de la visión imparable del desastre. Sabía que al cabo de un mes volvería pero estos treinta días los disfrutaría, ya empezaba a disfrutarlos. En unas horas habría pasado de un paisaje de desolación al verde de su tierra, con las casas entre árboles, cambiaría el olor a pólvora por el olor de las jaras. Se sentía feliz, había hablado con su mujer, había oído respirar a su hija que seguramente chupeteaba el teléfono. Su jefe estaba muy satisfecho con su trabajo, y él ... él tenía costras en el alma, restos de las heridas que había sufrido estos meses, pero sobre ellas estaba es mes en el que iba a enterrar recuerdos del pasado inmediato.

Le sobresaltó el timbre de su móvil, tantos días mudo, tenía un mensaje de su hermano: “Oposiciones en el bote, te esperamos con mariscada. Te queremos, hasta mañana, Lucas”. A Rafael se le humedecieron los ojos. Agustín había sacado las oposiciones en las que tanto esfuerzo había puesto, seis años encerrado en una habitación rodeado de temarios. Ya no le podía pedir más a la vida, imaginó a sus padres eufóricos. Mañana los abrazaría a todos. Mañana, pero hoy tenía que hacer su trabajo. Cogió la mochila, las máquinas de fotos, el casco, el chaleco antibalas con su identificación de PRENSA como escudo y salió a la calle. Todavía no había amanecido pero una bruma gris anunciaba la salida del sol. Apostado entre los escombros, agachado iba avanzando, quería llegar a la zona donde los fogonazos le indicaban que allí estaba la noticia, la foto. En esos momentos siempre pensaba que no quería entender nada, ni entender el mundo porque era inútil, él sólo quería dar testimonio de lo incomprensible.

Durante horas fue tomando instantáneas de mujeres y hombres corriendo sin concierto, de perros que hambrientos escarbaban entre los escombros; la vida, o mejor, la muerte volvía a las calles. Divisó a lo lejos a un compañero francés que en ese momento enfocaba con su cámara a un hombre en bicicleta que transportaba un mugriento colchón. Arriesgaba su vida entre ráfagas de disparos por un colchón. Nada allí tenía sentido.

La mirada de Rafael recorrió la calle y se detuvo en la figura pequeña de un niño que manos en alto daba vueltas sobre sí mismo sin saber hacia donde ir. De vez en cuando paraba y miraba buscando un lugar. Era una buena foto, sucio, descalzo, apenas cubierto con un harapo, si se acercaba un poco vería su cara, seguro que sería una máscara del miedo. A los pocos segundos un perro se acercó al niño y le lamió los pies. El niño, inmóvil. Era la foto de las que dan la vuelta al mundo, de la de Pulitzer. De pronto una lluvia de balas empezó a caer sin piedad. Rafael dejó la mochila y las máquinas de fotos y corrió hacia el niño, lo cogió por la cintura y comenzó a retroceder. De pronto sintió un fuerte dolor en el muslo, como si una flecha de fuego le hubiera atravesado, iba dejando un reguero rojo, viscoso, abundante, siguió arrastrándose sin soltar al niño. Rodó hacia una zanja y lo protegió con su cuerpo. La sangre salía con la velocidad de los rápidos de un río; la laxitud y cierto bienestar lo estaban invadiendo.

Una hora después el fotógrafo francés pudo cruzar la calle. Rafael tenía los ojos abiertos sin mirada, en medio de un enorme charco de sangre, el niño sentado a su lado le había cogido la mano y canturreaba al tiempo que balanceaba su cuerpo rítmicamente. El francés se agachó y con respeto cerró los ojos de su compañero. Después cogió su máquina, enfocó a Rafael y al niño e hizo LA FOTO.

María Cruz Quintana

03/06/2010

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